El hombre estaba muerto, rígido, lavado, envuelto en lino blanco. Su mente vagó hacia el extraño intermedio que sigue a la inmersión oscura.
Acababa de dejar una vida, una historia, un mundo. Mientras se sumergía en la espiral luminosa que poco a poco se materializó ante él, su aventura humana le vino a la mente.
La vio como pisadas en la arena, ligeras y superficiales cuando la vida era simple o reluciente de alegría; pesadas y profundas los días de angustia.
Su devoción a Dios nunca había fallado, había vivido en un estado de memoria permanente, nunca se había olvidado del Ser. Por eso el Señor lo había acompañado a todas partes y vio la marca de sus huellas junto a las suyas. Sonrió.
Luego, aún contemplando su camino, vio que las pisadas del Señor no eran constantes y no siempre estaban a su lado. Dios había cruzado con él su felicidad, pero los días de desgracia él, el humano, el pobre, tuvo que caminar sin compañía.
Su alma en agonía clamó a Dios:
– Señor, ¿por qué me abandonaste? ¡Mira lo mal que estaba, lo solo que estaba!
Dios, siempre cerca de él, respondió:
– Mira mejor la forma de las huellas: cuando eras feliz yo estaba cerca de ti, pero cuando tenías dolor, estabas agotado por enfrentar dificultades del mundo y cuando ya no aguantabas de pie solo, ¡cargué contigo!