La paz había llegado a esos pueblos donde no había ya nadie más para matar, así es que sólo entonces el guerrero pudo volver a su hogar para encontrar que, así como él había barrido y quemado todas las aldeas de los enemigos que había encontrado en su marcha, su aldea había sido barrida y quemada tras el paso de estos por allí.

A lo largo de la campaña había pasado años blandiendo furia en asaltos, escaramuzas y emboscadas, había herido y matado a más hombres de los que una mujer pudiera dar a luz, y había tenido la suerte – la que él suponía fiel al heroísmo que en la batalla muchos le confundían con salvajismo -, de poco haber sido herido y nunca matado. Mas su fortuna se volvió en desgracia, la última vez que en el campo que se había convertido en cementerio, nadie había tenido tiempo, entre la exigente atención de esquivar espadas y asestarlas, para ocuparse del entierro de los vencidos. Y él, a peor suerte de con su propia mano haber abatido al último rival, se vio siendo él único en pie, aun de entre los aliados, para preguntarse si valía la pena vivir para verse en tener que atender el cuidado de tantos cadáveres.

El guerrero cavó primero para juiciosamente hacer sitio a sus compañeros, sin llorarlos, porque no había tenido ocasión de conocer a casi ninguno. Sobre la tumba de cada uno dejaba una pequeña pira de maderitas como la tradición exigía, y para cuando hubo acabado, ya no había más ramas de dónde abastecerse en todo el páramo.

Entonces, juzgándose mejor que sus enemigos y aun sabiendo que ninguno de ellos lo habría hecho en su lugar, siguió dedicando los días a sepultarlos a ellos también, incluso tuvo que arrasar con el bosque en el cual habían acampado él y los suyos a las vísperas del combate final, solo para ver que ni entonces la madera alcanzó con equitativa justicia a todas las tumbas. Y así continuó, agradeciendo a la blanda tierra que no hacía imposible su labor, y llorando a muchos de sus enemigos, pues que los conocía y había considerado amigos hasta que aquel día que no recordaba, por aquellas razones que jamás entendió, había estallado la guerra.

Así fue que por fin un día pudo dejar el cementerio que él mismo había sembrado para retornar a su aldea, dónde descubriera que alguien más había hecho lo propio. Desde entonces erró los caminos, despreciando el pasado y queriendo olvidar el futuro, vagabundo, sin la tierra por la que había luchado ni amigos por los que había sido alentado.

Hasta que ocurrió un día, como ocurre siempre en estas historias, que los caminos lo llevaron hasta un rumor que en el camino siguiente se hizo más fuerte y a la próxima encrucijada que alcanzó ya había tomado voz de verdad: había, en un pueblo no muy alejado, un hombre sabio, que daba tranquilidad al espíritu del más desdichado y hacía parecer mendigo al corazón del más rico que no le hubiese escuchado.

El soldado sintió latir con fuerza su propio corazón con la noticia, pero ya latía lento y cansado de haberse olvidado cómo latir. Intentó correr por la senda que le habían sugerido, pero tropezaba todo el tiempo con los años que en su andar le habían alcanzado. Su aliento buscó un bastón, y anciano de tristezas marchó sin la fuerza con la que había marchado antes, buscando la paz como antes había buscado la contienda.

Las noches pasaron y los días corrieron hasta que encontró ese pueblo donde estaba seguro de que el sabio le daría la paz que jamás antes había buscado para otros. Y fue que apenas tocar su pie el umbral de la aldea, un hombre que llegaba del río cargando una cesta repleta de pescados frescos se le acercó y reclinó su cabeza a modo de saludo.

-Noble señor – dijo el guerrero -, sepa busco al sabio que su pueblo aloja, el mismo que ha hecho célebre su nombre y según cuentan, felices a todos sus habitantes.
-Amigo mío – habló el pescador -, es usted aquí bienvenido, mas no busque entre nosotros lo que está entre todos los hombres. Cuando usted busca usted ha encontrado, ¿buscaría el pájaro los cielos sin saber en su alma que su destino es remontar los aires o busca el pez la corriente sin sentir que el agua es el lugar donde ha de luchar sus días? De la misma manera, mi estimado forastero, usted no podría buscar a ningún sabio ni su sabiduría, si la sabiduría no estuviera ya en usted.


El guerrero se sintió conmovido: ¡qué vuelco del destino, primer hombre que se topase en su camino ser el que tanto ansiaba encontrar!

-¡Mi señor – dijo el guerrero – es usted a quien tanto ansiaba encontrar! ¡Es usted el que puede dar la vida a mi espíritu, que yo a otros he robado liberando los espíritus a sus vidas!
 El pescador sonrió con amable sonrojo y levantó la mano que llevaba libre del cesto de pescados, para detenerle en su premura y decirle:
 -Apura usted su juicio, toda la vida fui un pescador, y no conozco más sabiduría que la que el correr de mis días, como corren las aguas del río, que me han regalado esos pescados de los que me he servido – y ante el desahuciado asombro del guerrero que más oía y creía aunque descreía por lo que oía, miró el punto del sol y señaló hacia el río -. Busque a la vera de las aguas, se dice que a estas horas el sabio del que habla acostumbra sentarse con los pies en el río, pues se dice que siempre es la primera vez que lo hace, pues que siempre son otros pies los que sumerge, en un río que nunca es el mismo. Usted llegará con bien si anda en la dirección que le indico, pero si su paso se pierde, sin duda encontrará un mendigo que como usted dedica sus días a conocer los caminos, él sabrá decirle con bien el que busca.

El pescador siguió su camino haciendo un nuevo saludo al guerrero que, sintiéndose engañado y rechazado, siguió el consejo, convencido de haber hallado el sabio que buscaba, y convencido también de que este estaba poniendo a prueba su determinación y confianza. Ya en la orilla, como esperaba, no encontró ningún anciano que tuviera las pintas de sabio, mas si descubrió una joven lavandera que estrellaba sus ropas sucias contra las rocas del río una y otra vez, de modo que para confirmar sus sospechas se le acercó y preguntó:

 -Dulce niña, soy forastero en estas tierras y vengo buscando al iluminado que aquí se dice ha hecho hogar. Un pescador que me dijo que aquí estaría, pero sólo estás tú.
 -¡Oh, buen señor! – dijo la muchacha deteniendo sus tareas -. ¿Ha usted buscado la sabiduría esperando verla o para escuchar su voz? ¿Diría que este es un río solo cuando entrara en él o podría decirlo al oír su suave murmullo? ¿La busca sabiendo cómo ha de ser y qué le habrá de decir o está buscando lo que su corazón busca aun a costa de que su presencia le sorprenda?

 El guerrero sintió el mundo girar a su alrededor y al instante desechó las sospechas que había tenido sobre el pescador.

-¡Niña anciana de palabras! – dijo humildemente -. ¿Perdonarás mi torpeza de confundir años con sapiencia cuando tengo los unos y no logro la otra? ¿Disculparás mis ojos que ven sólo lo que mis ojos se prestan a ver? ¿Podrías tú, a favor de mi búsqueda y teniendo como prueba de mi necesidad la necedad en la que me excuso para no haberte reconocido?

La niña se sonrojó exhibiendo pudores de timidez.

– Buen señor, es amable su confusión, mas yo no soy la que busca. Solo vengo aquí a fregar ropas como si ellas pudieran ensuciar el alma ¿Hay sabiduría en ello? No soy yo dada en creerlo. Uso mis manos porque para eso están, vengo al río porque al río puedo venir y lavo aquí las ropas porque aquí las puedo lavar. No hay sabiduría en hacer las cosas que se deben hacer así como no hay valentía en amar cuando amar es lo que nos hace a todos en verdad valientes. Y si no se lo dije ya se lo digo, porque lo que no se dice no se sabe, porque yo no soy la que busca. Y si acaso ya se lo dije, perdone que mi memoria solo se ocupe de este momento en que hablo, sepa que a cada momento cada palabra es una nueva verdad, y sepa que yo no soy la que busca.

El guerrero se sintió confundido otra vez al ver más sabiduría en esta niña que en el pescador, pero si debía creerle, entonces no debía haberla. Abatido, hundió su mentón en el pecho y se arrodilló sintiéndose vencido.

-Buen hombre, permítame decirle amigo, vea que diciéndome su amiga así me siento, y diciéndome su amiga más yo misma me siento – la niña tomó su rostro y lo elevó a la altura de sus propios ojos, descubriendo una lágrima que al guerrero había herido y sangraba hasta su rechazo -. No soy yo quien busca, pero sé dónde ha de hallarle. Él todas las noches vuelve a su hogar, solo porque al pobre nadie le ha tolerado demasiado sus verdades, encendiendo las luces de su única morada porque tiene por costumbre del día en su lengua o por las noches las usanzas de un faro, solo porque en verdad nadie le ha visto, se dice que vuelve de andar por todo el pueblo y sin que su voz se haya alzado a ser más que un rumor, sin que sus pasos sean más que una sombra, pero haciéndonos sentir su presencia como lleva el viento las voces de un pájaro que nadie ve y nadie conoce. Busque al final del camino entre las últimas de las casas, busque y encuentre la más humilde y la más triste, la más fea si la distingue, pues se dice que en la roca menos querida se halla en su corazón la gema más deseada. Y si no la encuentra allí hasta el final del pueblo, pregunte al mendigo que ronda buscando una palabra de amigo, que nada tiene, pero que jamás escatima una sonrisa y una humilde reverencia, que todos en el pueblo conocen y nadie olvida a la vez que no hay uno solo que le recuerde.

El guerrero, aturdido como nunca lo había estado en el fragor de la batalla, resignado, retomó su marcha, desconfiando de su propia confianza en saber ya a quién buscaba. Si todos en aquella aldea hablaban como el pescador o la lavandera, lo mismo valía buscar el cielo sin mirar hacia arriba. ¿Cómo podía la sabiduría estar en todos y cómo un maestro podría enseñarle más de lo que le había enseñado una simple lavandera?

El viejo y cansado soldado al fin posó sus pies ante el umbral de la choza más fea, simple y pobre que pudo encontrar, y siendo que aún el sol guardaba algún que otro haz para destinar a aquel día, se sentó a esperar al sabio.

Al poco rato pasó un niño llevando algo entre sus manos que a juzgar por su recelo habría sido el tesoro digno de un rey. Cuando vio al soldado sintió curiosidad y demostrando que tenía la sabiduría de un rey, abrió sus manos para mostrarle que no había nada en ellas.

Viendo esto el guerrero lo miró con indulgencia, los juegos son para los niños, eso bien lo sabía, y pensó que su compañía podría traer algo de la fresca ingenuidad que de pronto parecía haberse borrado de la faz de la tierra. O al menos de ese insólito pueblecito.

– Buenas sean vuestras tardes, jovencito – dijo el soldado.
– Buenas sean vuestras tardes, jovencito – respondió el niño.
– ¿Desprecias mis arrugas para llamarme así? – dijo sorprendido.
– Le llamo así, amigo, porque es usted a lo que yo aspiro ser si los días me acompañan y porque soy yo lo que usted aspira a volver a ser ya que los días lo han abandonado. Le digo así, jovencito, porque no somos más de lo que queremos ser.

El guerrero se sintió víctima de todos los colmos. El viejo soldado se sintió más vencido que tras cualquier batalla en la que la suerte le hubiera sido la derrota más humillante. En ese pueblo la sabiduría parecía crecer en los árboles y se sentía tan ingenuo en esos momentos como debiera haberlo sido el niño que tenía en frente.

– Ya, si dices bien, yo debería ser curioso como un niño – dijo el soldado.
– Sí – respondió el niño.
– Pues entonces voy a preguntarte qué llevabas en tus manos hasta hace un momento.
– Hágalo – lo invitó.
– ¿Qué llevabas en tus manos hasta hace un momento? – dijo el soldado intentando llevar las palabras a un asunto más trivial que le sentara mejor.
– Llevaba tiempo, mi joven amigo.
– ¿Llevabas tiempo entre tus manos?
– No solo tiempo. También llevaba una promesa.
– Ya veo – dijo el soldado, volviendo a sentir que hablaba con un niño que estaba jugando y nada más -. ¿Y los has soltado porque te hacían cosquillas, verdad?
– ¡Bien dices! – se alegró el niño y como certeza de esto sonrió y dio un salto triunfal -. Me hacían muchas cosquillas, de modo que decidí liberarlos porque al verlo a usted entendí que es inútil pretender aferrarme a un momento y resistir al paso de un día. Y con el tiempo que tenía atrapado solté la promesa de que llegado el momento oportuno, lo tendría todo de vuelta y que para entonces lo habría disfrutado en libertad.

El niño miró al soldado. El soldado miró al niño. El niño sonrió. El soldado dejó pasar tanto tiempo antes de responder malhumorado a su sonrisa y poder articular una sola palabra, que para entonces el último rayo del sol se había puesto en el ocaso, y a lo lejos las farolas del pueblo ya empezaban a encenderse tímidamente.

– Debes marcharte – sentenció simplemente, ya había tenido bastante de pescadores, lavanderas y niños, estaba esperando al sabio y a nadie más -. Espero al sabio del pueblo, y no es asunto que incumba a ningún niño.
– ¡Tienes razón mi amigo! – sonrió el niño -. Haces bien en buscar al sabio, aquí los niños somos curiosos, pero la sabiduría de las certezas no deja satisfecho a los hombres tanto como la curiosidad a los niños.

El soldado dudó del valor de haber sido finalmente tratado como un adulto, pero antes de que dijera esta boca es mía, el niño dijo para despedirse:
-Y en verdad hace bien en esperarlo aquí donde se dice que vive por las noches. Mas si las horas pasan y no llega, usted debe preguntar al mendigo, pronto llegará por aquí ejerciendo el único oficio que se le conoce de las noches, pues ninguno se le sabe por los días, y ese es el de prender las luces de las calles, como buen farolero que es. ¡Adiós!

El niño se alejó trotando por el camino, saltando cuando la alegría se lo reclamaba y en giros cuando era él el que alcanzaba a la alegría. En las sombras cada vez más oscuras, el soldado meditó sobre los hechos del día mientras distraídamente veía cómo por la calle iba acercándose una tiara de candelas hacia él.

Y las luces fueron dando las formas a la figura de sombra que las encendía que empezó siendo algo irreconocible, luego un hombre, luego un hombre extrañamente familiar y luego el mendigo al que el soldado había preguntado cómo llegar al río y cómo hallar la casa del sabio cuando se había perdido. El mismo mendigo al que no había prestado la suficiente atención siquiera como para recordarlo en su propia historia.

Y cuando el mendigo de día y farolero de noche llegó al final del camino, apagó la vela que le servía para encender las demás, levantó su roído sombrero saludando al soldado y se metió dentro de la casa.

El soldado se enfureció y empezó a golpear la puerta lo suficientemente fuerte para demostrar cuánto lo estaba. Después de mucho insistir, asomó por el umbral el mendigo feliz con el alboroto.

– Gracias, buen hombre – dijo el mendigo -, nadie antes había golpeado a mi puerta, y ya tenía mis dudas de que sirviera como tal.
– ¡Usted! – acusó el soldado sin perder la compostura de su ira ante semejante ocurrencia -. ¡Usted! – dijo el soldado señalándolo como si él mismo no se conociera -. ¡Me ha engañado! Durante todo el día estuve buscándolo y me ha tenido como un tonto que no sabe dónde buscar, ni cómo reconocer, ni qué hacer con la sabiduría, usted nunca me dijo quién era aun sabiendo que solo a usted lo buscaba. ¡Usted no es más que un engaño, no es más sabio que nadie aquí!
– Usted pretendía encontrar una lucecita durante la luz del día – dijo el hombre sabio -, y yo no hice más que mostrarle cuántos rayos adornan al sol del conocimiento que anida en los corazones de todos los hombres, de todas las mujeres y de todos los niños. Yo no tengo la soberbia de decirme sabio durante el día cuando solo me dedico a escuchar y preguntar. Y durante las noches solo soy un farolero que enciende luces que brillan más solo porque brillan en la oscuridad. Si era usted el que me buscaba, ¿cómo yo pude encontrarlo tres veces y usted no pudo encontrarme jamás? Nadie más que un hombre insignificante busca encontrar en uno solo lo que está en todos los demás.

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Jacques Pierre – vía El club de los libros perdidos

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